
El burnout o síndrome del quemado
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El marcado matiz individualista del estilo de vida actual, repleto de llamamientos al ego y a la diferenciación de los demás, de identidades líquidas y escenarios cambiantes, le resta relevancia a un fenómeno tan típicamente humano como son los rituales. Una forma de interacción cada vez más despreciada por su falta de “autenticidad”, su artificiosidad y la aparente ausencia de propósito evidente. Sin embargo, a pesar de este retroceso en sociedades como la occidental, los humanos vivimos mayoritariamente rodeados de rituales.
Aunque pueda parecer extraño, no son únicamente colectivos. Cada ser humano atesora la capacidad de establecer sus propios ritos individuales, como los niños pequeños y sus rituales de tipo mágico cuando se van a dormir solos o ante cualquier situación que les pueda generar ansiedad – y que los padres les enseñan -. Un ejemplo patológico muy conocido lo constituyen las personas con trastorno obsesivo-compulsivo y sus rituales compensatorios contra los pensamientos intrusivos. En otras palabras, parece existir cierta tendencia a participar en rituales, aunque sean privados.
Parece evidente que nos predisponemos desde niños a actividades rituales, que estarían relacionadas con el desarrollo cognitivo y emocional (Evans, 2000). Pero por su naturaleza, no es fácil vislumbrar qué sentido puede tener una actividad tan estereotipada. El problema para la comprensión del ritual es que no hay un beneficio externo visible y directo; las ventajas de seguirlo son opacas al no haber una conexión directa entre las acciones y las consecuencias. Sin embargo, desde deportistas a militares, pasando por practicantes de todas las religiones hasta supersticiosos en general, o niños asustados, es una práctica común que aporta beneficios psicológicos no siempre evidentes.
Eric Berne postulaba en su teoría sobre la comunicación humana (1961), que el primer estadio de interacción con otras personas era el ritual. Seguir unas pautas conocidas y compartidas por todos tendría un efecto tranquilizador en tanto preserva nuestra privacidad y nos permite pasar por eventos sociales tan emotivos y cruciales como pueda ser un funeral o una boda sin el riesgo de sentirte juzgado negativamente por el grupo social. De hecho, la mayor parte de los cambios trascendentales en el estatus social de una persona en su comunidad de pertenencia se ven marcados por algún rito de paso, como la transición de la adolescencia a la vida adulta, la fundación de una familia o por supuesto, el temido final de la vida.
Una de las ventajas de los rituales colectivos está relacionada con la prosocialidad: en un curioso experimento, Fisher (2013) comprobó que, tras un ritual compartido, los miembros de diversas comunidades de Nueva Zelanda – no sólo religiosas; desde grupos de jugadores de póker hasta luchadores de capoeira – eran más propensos a la afinidad subjetiva con sus semejantes, la sensación de unidad con los demás y las conductas caritativas. Tanto más cuanto más estereotipado era el ritual. Al parecer, imitar posturas, movimientos y vocalizaciones favorecen estos beneficios psicológicos.
El objetivo de un ritual, ya que no es evidente ni tampoco instrumental – no es un medio para alcanzar un fin determinado -, entraría en el terreno de lo simbólico, y por tanto de alguna forma en lo “sagrado”; nos referimos al hecho de compartir convicciones morales con los demás participantes, lo que nos ayuda a predecir el comportamiento de estas personas. El adolescente que se siente aceptado como un adulto, quien se refuerza en su pertenencia a la comunidad, o quien obtiene una tranquilidad ante la ansiedad de lo desconocido, encuentra un consuelo en estas acciones tan repetitivas.
Xygalatas (2013) y Hobson (2017) proponen algunas funciones regulatorias de los rituales: ayudan a una mejor regulación emocional de experiencias negativas como el miedo o la tristeza, aumentan el sentido de conexión social con los demás y el cumplimiento de metas colectivas. Hobson hace una interesante distinción entre los procesos de abajo arriba, que implican el esfuerzo atencional y de memorización que hacemos cuando segmentamos la secuencia de acciones y estamos pendientes de lo que toca en cada momento, y el orden y control implicados en las secuencias de movimientos a realizar, y los procesos de arriba abajo: estos provienen de nuestra cognición más que de las conductas y tienen que ver con las expectativas y las interpretaciones que hacemos del ritual.
Watson y Jones (2016) proponen que los rituales y ritos ayudan a organizar la vida grupal, ya que resuelven los problemas adaptativos de vivir en grupo: cómo identificar a los miembros del grupo y distinguirlos del resto, disponer de formas predefinidas de demostrar compromiso con los valores del grupo, facilitar cooperación mediante coaliciones sociales e incrementar la cohesión social. Cuanto más complejo es un ritual, más difícil es de simular y por tanto mayor sensación subjetiva de comunidad genera (Xygalatas, 2013).
En definitiva, los rituales consiguen calmar emociones negativas, aunque sea momentáneamente y nos proporcionan sensación de estar acompañados en momentos difíciles, además de mejorar nuestro autoconcepto y abrirnos a los demás. Ventajas a las que parece que estamos renunciando en aras de apreciar más el disponer de conexiones individuales de tipo íntimo, que sin embargo requieren mucha más dedicación y presencia, aparte de ser más inestables como fuente de apoyo social – dada la mayor dependencia y fuerza del vínculo y menor soporte grupal -. Por muy artificiales que nos parezcan las acciones implicadas en los rituales, parece evidente que ofrece una serie de compensaciones a cambio de un escaso riesgo psicológico, por lo que quizá estemos – de nuevo – ensalzando en exceso los valores del individualismo y olvidando que lo que ha hecho a Homo sapiens triunfar como especie es su capacidad de colaborar y organizarse en grupos grandes con un objetivo común.
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