
El burnout o síndrome del quemado
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A edades tan tempranas como los dos años, los seres humanos aprendemos que se puede decir que no para mostrar nuestro desacuerdo a las demandas de los demás. A partir de tan maravilloso descubrimiento, las criaturas comienzan una etapa de autoafirmación de su propia individualidad, negándose por defecto a casi cualquier sugerencia; una fase de práctica intensiva de la rebeldía que suele ser manejada con desesperación por los padres. Rebelarse comienza mucho antes de lo que nos pensamos.
Es así como hace aparición, con la diferenciación de intereses entre yo y los demás, una herramienta indispensable para poder sobrevivir en sociedad: el poner límites a las peticiones ajenas y rebelarse. Este aprendizaje no está exento de dificultades, ya que los adultos solemos tener bastantes problemas con el “no”, especialmente si proviene de un niño – que además es nuestro hijo -, del que presuponemos que nos ha de hacer caso y obedecer por su bien, no mostrarse rebelde, etcétera.
Estas primeras exploraciones en el terreno de rebelarse y de la negativa van a ir seguidas por todo un proceso de aprendizaje desde los adultos de referencia, por un lado, y desde los demás niños por el otro: las diferentes respuestas a mis negativas, que fácilmente derivan en conflicto, van a ir modelando ciertas actitudes interiorizadas sobre cuándo, cómo y en qué medida mostrar rechazo ante situaciones externas.
Todavía hoy en muchas casas se realizan titánicos esfuerzos por eliminar todo atisbo de rebelión y disidencia por parte de los más pequeños: la primera reacción de muchos adultos es extinguir este tipo de comportamientos, con admoniciones de todo tipo. “Enfadarse está mal”, “no te quiero cuando te enfadas”, “vete a tu cuarto y no salgas hasta que se te pase”, “nadie te va a querer con ese carácter” y una larguísima lista de prevenciones contra cualquier expresión de la rabia, que tradicionalmente se ha cebado de manera especial con la mujer: la ira es una emoción negada por los roles de género clásicos.
Se trata de generar aceptación y conformidad con el mundo de los adultos tal y como está establecido; los menores no son tontos y saben perfectamente que sus progenitores o los tutores de referencia saben más que ellos sobre cómo funciona la sociedad en la que crecen, por lo que tienen cierta predisposición a asumir su discurso – lo que en Análisis Transaccional se llamó el Niño Adaptado Sumiso; no pone en duda que existan reglas del juego y las acata -. Sin embargo, no siempre ni en todas las ocasiones tiene por qué suceder esto: hay siempre un espacio para la rebeldía y la disidencia.
Todos nosotros, en mayor o menor medida, disponemos del mecanismo emocional de la rabia, que nos advierte contra aquello que consideramos una amenaza. Al contrario que el miedo, que nos indica que es mejor la huida, la rabia nos dispone al enfrentamiento: nos preparamos para repeler, en última instancia agredir a lo que hemos etiquetado de peligroso. En estos tiempos más sofisticados, la rabia es un detector de peligros, y uno de los que más activan esta emoción es encontrarnos ante lo que consideramos una arbitrariedad o una injusticia.
Al contrario de lo que pueda parecer, la capacidad de determinar lo que es justo e injusto está fuertemente relacionada con la emocionalidad y no tanto con la capacidad analítica de la reflexión cognitiva voluntaria – la zona cerebral que se activa ante una injusticia es la amígdala y no la corteza prefrontal, como se creía (Gospic et al., 2020) –. En otras palabras, tenemos interiorizado un concepto de la justicia que activa los circuitos emocionales en cuanto detectamos una situación que lo transgrede y que lleva a rebelarse.
Cierto grado de conformidad social nos ayuda a sobrevivir en el entorno en el que vivimos, puesto que nos acerca a nuestros semejantes, pero … ¿Qué ocurre cuando nuestro entorno nos resulta dañino, injusto o simplemente rechazamos las creencias sobre las que está construida esta aceptación social? Rebelarse y mostrar abiertamente nuestra postura puede llevarnos a entrar en conflicto con el grupo, lo cual es delicado cuando hablamos por ejemplo del entorno familiar, que es el más próximo y por tanto donde mayor presión se ejerce. Tratar de escaparse de la “tradición familiar”, de las normas que nuestros parientes marcan – explícita e implícitamente -, de lo que se entiende por una vida normal, correcta o decente, puede conllevar un desgaste psicológico difícil de sostener. El efecto disuasorio de ser etiquetado como el punki, el rebelde, la oveja negra de la familia es un precio que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Porque aunque no nos guste lo que nos digan, tenemos tendencia a hacer caso a nuestros seres queridos, incluso en comentarios muy dolorosos.
En muchas ocasiones, esta disuasión no consigue hacernos abandonar del todo nuestra posición, aunque nos veamos en inferioridad, y aquí puede aparecer una actitud pasivo-agresiva relacionada con la expresión de quejas o protestas recurrentes, sin que se pongan en marcha recursos destinados a cambiar: nos concebimos impotentes para alterar “el sistema”, pero no nos hemos resignado todavía. Vivimos hoy en una época en la que este tipo de situaciones – la disconformidad, la disidencia – se persigue desde una amplia variedad de ámbitos; un ejemplo muy popular es la tendencia dentro del mundo de la psicología hacia la positividad, la tan traída y llevada búsqueda de la felicidad y el estar bien en todo momento por muy mal que te vaya en la vida. Las dos tendencias principales de este fenómeno son la insistencia en conformarte y dar las gracias por lo que tienes – porque pides demasiado y ya sabes que la felicidad está en “las pequeñas cosas”, sean estas las que sean -, lo cual no deja de ser curioso en boca de gurús con un elevado nivel de vida, y por otra parte el responsabilizar de todo mal al propio individuo, distorsionando y descontextualizando dos conceptos importantes como la aceptación y la responsabilidad propia.
Con esto en el fondo se pretende desactivar movimientos de protesta social – en auge hace una década y hoy en retirada – y encauzar el “campo de batalla” político al ámbito privado y no al público. Es necesaria cierta dosis de rebeldía, tanto en nuestro entorno más cercano como en el suprafamiliar para poder seguir detectando y neutralizando posibles injusticias que acaban afectándonos. Esto no significa que nos coloquemos al margen del conjunto social, ni que reneguemos en bloque de él, sino que es importante proteger nuestro propio espacio, nuestro estilo de vida y lo que tengamos planeado para nosotros mismos de las imposiciones ajenas: mantener el equilibrio entre lo que necesito para mí como individuo y el desear ser un miembro de pleno derecho del grupo social no es una tarea sencilla. Requiere compromisos y renuncias, pero también plantar cara y tener el valor de desafiar normas grupales que se dan por entendidas. Nuestro Niño Rebelde, el pequeño anarquista que llevamos dentro y que quiere rebelarse, es la única herramienta de la que disponemos para fijar esos límites y adoptar una posición crítica con lo establecido.
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