
El burnout o síndrome del quemado
El síndrome del quemado o burn out está muy extendido en entornos laborales, académicos y también en el ámbito de los cuidados. Te contamos qué
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Como reza el refrán tradicional, la esperanza es lo último que se pierde. De hecho, estaba en el fondo de la famosa caja de Pandora; el mito dice que después de que saliera todo lo demás, fue lo único que Pandora acertó a retener cerrando la tapa, y de aquí derivaría el dicho. La esperanza, entendida como una fe optimista en que las cosas saldrán bien, sin necesidad de apoyarse en ninguna base real, es una muestra más del enorme poder que la capacidad de fantasear otorga a los seres humanos.
Vivimos una época en la que la ideología imperante se basa en una versión maniaca de la felicidad, el optimismo infundado y la fe contra toda evidencia, como corresponde a momentos de crisis a lo largo de la historia. Lo que antes se homologaba a la fe, la virtud teologal de esperar aunque solo fuese una vida mejor al otro lado, insuflada desde los púlpitos, ha dejado paso a un ejército de coaches, gurús y neochamanes que venden fe – en ti mismo, por descontado – y esperanza. Nunca la pierdas, todo saldrá bien, si tienes esperanza conseguirás lo que quieres.
Todas estas creencias son especialmente peligrosas porque se basan en verdades a medias; es cierto que un cierto optimismo disposicional (Scheier y Carver, 1987) y unas expectativas positivas nos pueden hacer afrontar y resolver satisfactoriamente situaciones complicadas, por lo que una dosis de esperanza puede ser útil en la vida, otorgándonos una mayor perseverancia, resistencia a la adversidad e incluso capacidad para buscar soluciones imaginativas – la actitud de la que habla Frankl en “El hombre en busca de sentido” -. Tener algo en qué creer nos aporta una motivación, pero no conviene pasarse de la raya.
Antes de colocar a la esperanza como el motor que nos llevará a donde no llegaríamos de otro modo, y desde ahí glorificarla, hay que tener en cuenta que, igual que el refrán, tiene dos facetas bien diferentes. La ilusión de que, de alguna manera milagrosa y desconocida, por mal que me esté yendo y por dura que sea la realidad, se producirá un giro de los acontecimientos, puede resultar muy dañina. Aferrarse únicamente a la esperanza, lo último que perdemos, nos conduce a profundizar en el terreno de la fantasía a medida que perdemos el contacto con la realidad.
Y es aquí donde reside el peligro principal de un exceso de esperanza, que nos lleve a desconectar de aquello que realmente está ocurriendo, de nuestra capacidad de analizar lo que percibimos y hacer pronósticos ajustados conforme a los hechos. La esperanza ha de sustentarse al menos en alguna evidencia positiva de que un final feliz es posible, o si no la hay, en la incertidumbre – o ausencia de señales negativas con respecto a nuestros deseos -. Cuando comenzamos a mantenerla a pesar de los indicios, estamos adentrándonos en el lado oscuro de la esperanza.
Hay muchos factores psicológicos que nos arrastran con facilidad a adoptar una posición de resistencia a ultranza y mantener una posición contraria a lo que el contexto nos indica. Si hemos realizado una elevada inversión de recursos en aquello que esperábamos que fuera satisfactorio – por ejemplo, un trabajo nuevo, una relación o quizá un traslado de ciudad -, vamos a vernos tentados a perseverar en ello antes que renunciar, dado el alto coste asumido.
La fuerza de las expectativas previas también va a jugar un papel importante a la hora de decidir empecinarnos en seguir por el camino de resistir contra viento y marea e intentar con todo nuestro empeño retorcer la realidad hasta que encaje con la idea que nos habíamos hecho. Si se trataba de un proyecto que nos provocaba mucha ilusión, lo habitual es que gastemos hasta la última bala y el último hombre en tratar de que salga bien, lo que es especialmente manifiesto en las relaciones de pareja.
En no pocas ocasiones nos enfrentaremos al dilema entre una retirada a tiempo, antes de agravar el malestar que ya sufrimos, y agotar todas las soluciones posibles – sin saber a ciencia cierta si las hay o no – antes de darnos por vencidos. La perspectiva de tener la sensación de haberse bajado del tren demasiado temprano es desagradable, ya que no podemos volver atrás en el tiempo, y puede quedar arraigada para siempre, por lo que muchas personas prefieren persistir antes de un abandono prematuro.
La anticipación de consecuencias catastróficas si renunciamos a aquello que con tanta ilusión emprendimos es otro factor de peso a la hora de mantenernos enganchados a una esperanza vana. Es imposible conocer de antemano con qué llenaré el presumible vacío que quedará cuando deje aquel trabajo que parecía tan interesante a priori, o cuando rompa una relación que empezó como un cohete y ahora no es más que una fuente de conflicto y malestar. La tendencia a pronosticar que quedaremos abandonados, viviendo una vida sin rumbo definido, – un reflejo de lo que sentimos en ese momento – nos puede reafirmar en mantener una posición insostenible.
Todos estos procesos psicológicos explican situaciones donde la persona sufre un enorme malestar, como los casos de maltrato en pareja, o situaciones de mobbing profesional o escolar, en las que la esperanza infundada en que todo cambie por sí solo si resisto lo suficiente se convierte en sostenedora del daño. Así que en ocasiones lo sano es precisamente renunciar a tus sueños, cuando el coste está resultando insoportable. La esperanza a veces nos llevará a callejones sin salida aparente, donde la solución al problema consiste en abandonar, aceptar la renuncia como medida de auto protección antes de buscar vías alternativas.
Estar preparados para que nuestros planes se tuerzan o fracasen es una manera de ajustar la esperanza a unos parámetros más realistas; por mucho que haya puesto ilusión y recursos en algo o alguien, atarme a la “inversión” no parece sabio si el “saldo” es negativo y sin visos de mejorar. Esa misma capacidad de implicarme la puedo dedicar a otras personas o actividades.
La esperanza puede ser beneficiosa siempre que esté acompañada de muestras de que efectivamente la tendencia positiva existe o hay indicios de ella. Hay numerosos estudios que relacionan el optimismo disposicional – la tendencia a esperar buenos resultados – con capacidades de afrontamiento mejoradas, más dirigidas a la resolución de problemas, que los pesimistas, que suelen buscar soluciones basadas en el afrontamiento de emociones desagradables.
Los momentos en que solo la esperanza nos sostiene porque todo lo demás va mal y nuestra supervivencia está en juego, esperando una irrupción milagrosa y salvadora, son muy comunes en el cine y la literatura desde la Antigüedad remota, pero se suelen corresponder más con una política de mantenimiento de la moral que con una realidad palpable. Por suerte, suelen ser escasos, al menos en ciertas zonas del planeta; lo común es que haya alternativas reales y otros caminos que tomar.
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