
El burnout o síndrome del quemado
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Uno de los mayores miedos de casi todo ser humano es la soledad. Siendo como somos una especie intrínsecamente social, la perspectiva de quedarnos solos resulta cuanto menos inquietante. No sólo a medida que envejeces, sino en cualquiera de las etapas vitales: en la adolescencia, cuando el grupo adquiere tanta relevancia, en la fase adulta con el miedo a perder el grupo de referencia por circunstancias vitales como emparejamientos, hijos, migraciones y etcétera, a medida que los hijos se emancipan … tener una red de buenos amigos es una necesidad básica de las personas. Está ampliamente demostrado que un factor protector de la salud mental es contar con una buena red de apoyo social y familiar, así que no es precisamente un capricho, al igual que tampoco lo es la cháchara intrascendente.
Ahora bien, forjar una amistad firme y duradera es un proceso que requiere voluntad y tiempo, así que no es sorprendente que a lo largo de una vida podamos contar con los dedos de las manos lo que llamamos “verdaderos amigos”; el componente de intimidad ha de ser lo bastante fuerte como para resistir las peripecias, desencuentros y altibajos que suponen los cambios vitales de cada etapa. En otras palabras, se necesita invertir en cuidar las relaciones.
Y aquí con la posmodernidad hemos topado. Dadas las urgencias por el cambio continuo, la formación interminable, la flexibilidad, la modernidad líquida, el responder a las múltiples exigencias del mundo moderno, y si hacemos caso al trillón de coaches new age que nos urgen a que no sintamos emociones, a que nos resbale lo que los demás digan o hagan, a que salgamos cada día de la “zona de confort” o que pensemos solo en nosotros mismos y tonterías así, si nos quedan un par de minutos al día para lo demás nos podemos dar por contentos. Así es imposible echar raíces, establecer vínculos o profundizar en las relaciones.
Eppur si muove; los humanos somos persistentes y no es infrecuente encontrar en consulta a personas que se sienten solas y perdidas en medio de todo este montón de ruido, deseando tener relaciones “de calidad”, amigos íntimos…en definitiva, sentirse acompañados. Como no hay tiempo, muchos se impacientan y quieren llegar rápidamente a un estado de intimidad profunda con alguien más. Y en ese anhelo, les sobra una herramienta fundamental, hoy en día denostada por muchos; la cháchara intrascendente.
Existe una corriente de opinión moderna que desprecia esto que los anglosajones llaman “small talk”; la considera conversación superficial, banal, sin profundidad. Es una señal de relaciones insustanciales, de rutina y hastío, de perder el tiempo. Este planteamiento parece obedecer por una parte a una prisa por establecer relaciones de tipo íntimo, que ciertamente son muy enriquecedoras, aunque también más escasas. Por la otra, al conceder importancia exclusivamente a la intimidad, se produce una minusvaloración de la relevancia de esta práctica milenaria.
En efecto, las sociedades humanas son muy complejas, con profusión de normas y usos de todo tipo. Destinados a mantener cierta paz y orden, limando asperezas, conflictos o previniendo situaciones amenazantes en las relaciones entre personas. Funciones altamente necesarias dada precisamente la gran intensidad de intercambios de impacto emocional que podemos tener con completos desconocidos. Y aquí es donde entra en juego la función esencial de la típica charla intrascendente.
La intimidad no se alcanza de golpe y porrazo con un extraño, al contrario de lo que nos puedan querer hacer creer las películas. Abrir nuestro corazón al primero que nos cae bien es un deporte de riesgo del que podemos salir muy dañados. La conversación banal es una herramienta ideal para evitar este tipo de desastres y facilitarnos la labor de separar el grano de la paja. No sólo nos facilita un primer contacto socializador, sino que además lo hace de manera progresiva y segura.
Comenzar una tertulia sobre cine, series, música, fútbol, política, paternidad o un larguísimo etcétera implica un intercambio de comunicación estereotipada. Aunque no tanto como las fórmulas rituales, cuyo contenido está totalmente reglamentado: todo el mundo sabe lo que toca decir en una boda, un funeral, una conferencia o una recepción protocolaria y así evita “hacer el ridículo”. Los rituales nos protegen socialmente y nos esconden del escrutinio ajeno. Las charlas superficiales van un paso más allá y nos ofrecen unos cuantos finales posibles; nos dan así cierto grado de libertad para contrastar, opinar o afirmar sin necesidad de exponer tampoco información demasiado personal.
Pero también tienen otra ventaja, y es que al mismo tiempo que guardo la ropa puedo “nadar” y distinguir, de entre mis interlocutores, cuáles son más afines a mi visión del mundo, cuáles tienen puntos de vista originales, diferentes o llamativos y, en definitiva, cuáles pueden resultar buenos candidatos para empezar a cultivar una aproximación más cercana y convertirse en futuras amistades.
Evidentemente todo este proceso requiere de eso que nos han repetido tantas veces que es oro, que está limitado y que tenemos que rebañar al minuto: de tiempo. Y paciencia. Cuanto más invirtamos en fomentar el contacto con otras personas, más información iremos percibiendo y mejor podremos escoger quién podría ser un buen amigo o quizá algo más. Podemos ir abriéndonos a un ritmo más lento y minimizar el riesgo de sufrir un daño emocional. Claro que es un camino más largo, pero el beneficio final compensa la inversión; pocos factores de apoyo psicológico son tan positivos como una sólida red de amistades. Pretender desviarnos por atajos y saltarnos etapas nos conduce a situaciones dolorosas y chocantes, cuando exponemos intimidad a quien no estamos seguros de que la vaya a tratar con el cuidado que requiere.
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