La función reguladora del olvido
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En general se suele tener una idea bastante negativa sobre el fenómeno del olvido, asociado a deterioro, decaimiento y pérdida. Es visto como un defecto a corregir, mediante elementos como anotaciones, repeticiones, o reglas mnemotécnicas que compensen esa tendencia presuntamente defectuosa del cerebro. Es muy temido entre estudiantes, sobre todo aquellos que confían en su capacidad memorística a la hora de almacenar – que no integrar – conocimientos para pasar exámenes. Olvidar es incluso visto como síntoma de baja inteligencia. Es comprensible este prejuicio contra el mecanismo del olvido, que efectivamente a ciertas edades se asocia con deterioro cognitivo o envejecimiento – es importante recordar aquí que cuando nuestro nivel de estrés es alto también aparecen dificultades para recordar datos o almacenar información nueva -, pero es injusto si se pasan por alto los múltiples beneficios de olvidar.
¿Por qué olvidamos?
Los motivos por los que podemos olvidar alguna situación son diversos. Puede deberse a deterioro, como cuando llevamos años sin practicar nuestro inglés y nos damos cuenta de que hemos olvidado la mitad. En este caso tampoco podemos hablar de un defecto, puesto que en realidad se liberan recursos para atender otras necesidades, y lo que no se usa pasa a olvidarse. También es posible que la memoria sufra interferencias: nuevos aprendizajes se superponen a los antiguos y “deforman” o actualizan recuerdos, cambiándolos por versiones nuevas. Aquí se pierde la “fidelidad” al recuerdo original, pero a cambio esta versión de un viejo recuerdo es más coherente con cómo nos concebimos en el momento actual: el olvido es esencial en la pervivencia de un sentido continuado del yo. Si siguiéramos filosofando por este camino, podríamos decir que el olvido es un mecanismo fundamental en la conservación de la conciencia de nosotros mismos y, por tanto, nos permite preservar las funciones psicológicas superiores, tan queridas por el ser humano. Así, un fenómeno que puede parecer en primera instancia defectuoso, tiene un impacto importantísimo en la experiencia vital de las personas.
Olvidar lo superfluo
Uno de los beneficios más grandes que nos aporta el olvido es borrar aquello que no necesitamos o que no es relevante para nosotros. Olvidamos para no saturarnos. Por decirlo vulgarmente, nos ayuda a limpiar el disco duro de información que pasa a ser inútil. Antes de apenarnos por no poder recordar absolutamente todo, podemos pararnos a pensar cuándo fue la última vez que miramos las fotos de hace quince años, o dónde está aquel archivo que guardamos con los proyectos para 2014. Hay un montón de información que no utilizamos nunca y tampoco nos hace falta. La capacidad que tiene un ordenador para almacenarlo todo no nos resulta práctica en la vida real. Acumulamos cantidad de objetos en casa que jamás volvemos a utilizar y solo nos damos cuenta de que existen cuando toca mudarse.
Esta cualidad de eliminar aquello que es irrelevante nos protege del ruido mental que provocaría acordarse de todo. Uno de los casos más famosos del neuropsicólogo soviético Alexander Luria fue Salomón Shereveshski, un periodista que no podía olvidar nada: recordaba listas numéricas o de palabras y eventos ocurridos décadas después. Salomón tenía graves problemas para tomar decisiones, comprender el significado de textos largos, dobles sentidos o incluso reconocer caras o voces; cuando manejamos una cantidad de datos excesiva, nuestra capacidad ejecutiva sufre. El caso de Shereveshski ilustra que la memoria perfecta no es una ventaja, sino una carga. Recordarlo todo es incompatible con vivir con claridad mental. Pero quizá el efecto más interesante del olvido tiene que ver con su relación con el plano emocional.
Olvido, duelo y huella emocional
De forma intuitiva, todos podemos entender que olvidar las experiencias negativas es una habilidad muy útil, por usar una simplificación. Pero el problema es que no podemos manipular el recuerdo o el olvido, porque funciona de forma automática y desatendida, no cuando nosotros queramos. Y, sin embargo, aunque no podamos controlarlo de manera directa, el olvido participa de forma decisiva en cómo sanamos, cómo nos desprendemos del dolor y cómo seguimos adelante tras una pérdida. En el duelo, por ejemplo, ciertos detalles se van difuminando con el tiempo, lo que permite que la emoción asociada pierda intensidad y podamos recolocar la experiencia en su lugar. Nos ayuda a procesar la pérdida y hacerla tolerable, permitiéndonos seguir adelante.
El olvido en los procesos de duelo
La relación entre olvido y trauma es más compleja. Los eventos traumáticos —aquellos tan emocionalmente intensos que desbordan los recursos psicológicos habituales— no suelen “borrarse” con facilidad. Aun así, el olvido también actúa aquí: atenúa, fragmenta o desconecta los aspectos más amenazantes de lo vivido. El verdadero obstáculo es que lo que menos se deja borrar es la huella emocional. Muchas personas en terapia no recuerdan todos los detalles del suceso, pero sí conservan con nitidez lo que sintieron. Esa persistencia emocional es, precisamente, lo que dificulta la recuperación.
Cuando el olvido idealiza lo vivido
El olvido también puede jugarnos pequeñas malas pasadas cuando se pone en marcha. Por ejemplo, si hemos roto una relación que nos resultaba dañina y afrontamos el proceso de duelo por la pérdida, junto con la culpa que suele aparecer cuando rompemos. En estas situaciones, el olvido comienza a hacer su magia, eliminando primero las partes más negativas de la relación – en su función protectora -. En esta fase puede ocurrir que aparezca una cierta idealización de lo vivido, una vez despojado de su carga emocional más dolorosa, y la persona pueda llegar a dudar de la decisión tomada. En estos casos es recomendable recordar – por ejemplo, utilizando elementos externos como la escritura – los motivos que nos llevaron a tomar la decisión.
El valor adaptativo del olvido
En definitiva, olvidar no es un fallo del sistema, sino una estrategia de conservación. La memoria selecciona, reorganiza y suaviza para permitirnos funcionar, aprender y mantenernos a salvo. No recordarlo todo no nos hace menos inteligentes, sino más humanos: nos da espacio para entender el presente sin quedarnos atrapados en cada detalle del pasado. Reconocer el valor adaptativo del olvido no solo alivia la culpa o la preocupación por no retenerlo todo, sino que nos invita a confiar en que nuestra mente también sabe protegernos, incluso cuando no somos del todo conscientes de ello.
Cuidar la mente para sanar recuerdos
Si estás atravesando un duelo complicado, una pérdida emocional o simplemente quieres entender mejor cómo gestionar tus recuerdos y emociones, contar con ayuda profesional puede marcar la diferencia. Los psicólogos en Barcelona especializados en duelo y trauma pueden acompañarte en este proceso, ofreciendo estrategias para procesar emociones, aliviar la huella emocional y recuperar el equilibrio. Buscar apoyo no es un signo de debilidad, sino de cuidado y respeto hacia tu bienestar emocional.
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