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Falsos recuerdos y falsas memorias: Aquello que creímos ver una vez...

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En fechas bastante recientes, los medios de comunicación publicaban una curiosa e impactante noticia: unos científicos del Massachusetts Technological Institute (MIT) habían logrado implantar falsas memorias en ratones. En realidad no se trata de que introdujeran en su cerebro cosas que no habían ocurrido, sino que la naturaleza del experimento iba en otro sentido; se pretendía averiguar dónde se almacenan los recuerdos y mediante qué proceso se deteriora la memoria, volviéndose “poco fiable” implementando falsos recuerdos.

¿Falsos recuerdos?

Esta cuestión sobre la falibilidad de nuestra memoria y de la generación de falsos recuerdos,  es un asunto que ha interesado desde hace mucho no sólo a neurólogos o psicólogos, sino al público en general, cobrando mucha relevancia en algunos ámbitos aplicados como puede ser la criminología, desde donde partieron los primeros estudios. Dado el peso de los testimonios en juicios, y los errores detectados en ruedas de reconocimiento, no es extraño que a principios del siglo XX investigadores norteamericanos se preguntaran cómo funciona la memoria, qué factores influyen en la codificación y recuperación de recuerdos y qué grado de exactitud se puede esperar de ellos.

Del resultado de los trabajos se llegó a la determinación de dejar de utilizar declaraciones de testigos como prueba condenatoria por su dudosa fiabilidad, y podríamos aventurar que a partir de ahí se propaga cierta corriente de opinión por la que la memoria pasa a ser “objeto sospechoso”, una herramienta en la que no se puede confiar, un indicador de la debilidad de los humanos. Especialmente – a partir de los años 50 – si lo comparamos con las computadoras, esos aparatos maravillosos que jamás se equivocan. De la inoportunidad de este desgraciado paralelismo y el perjuicio que ha causado hablaremos un poco más adelante, porque creo que para valorar correctamente el papel de la memoria en nuestras vidas – y explicar el experimento de los ratones – en primer lugar habría que comprender para qué sirve y cómo funciona.

La importancia de nuestra memoria

Los seres humanos pasamos demasiado poco tiempo reflexionando sobre nosotros mismos, y generalmente no reparamos en la importancia crucial que tiene nuestra memoria. De hecho es el perejil de prácticamente todas nuestras salsas psicológicas: fundamental en los procesos de aprendizaje – pues es el sistema donde se consolidan los conocimientos asimilados -, tampoco se entienden los procesos de decisión sin ella, ya que no hay persona que no eche mano de su experiencia cuando tiene que afrontar estímulos externos. La percepción de los mismos está modulada por lo que recordamos de estímulos anteriores, y hasta nuestra capacidad de usar el lenguaje se vería comprometida sin memoria.

Para resumir, la función principal de la memoria humana es facilitar que nos adaptemos a nuestro entorno, y un deterioro de este sistema tan importante tiene consecuencias graves en nuestra vida diaria. Por ejemplo, el síndrome de Korsakoff es una enfermedad neurológica causada por una deficiencia de vitamina B1 relacionada con alcoholismo crónico; el principal síntoma del síndrome es un problema severo de amnesia, tanto para recordar episodios pasados (memoria retrógrada), como para fijar nuevos recuerdos (anterógrada). En “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, Oliver Sacks relata el devastador efecto del Korsakoff en un paciente que no sólo se había quedado “atrapado” en los años 50, sino que era incapaz de reconocerse a sí mismo o de recordar la conversación que acababa de mantener. Otro ejemplo de lo que seríamos sin nuestra memoria lo tenemos en el caso de H.M., a quien se le practicó una ablación de la corteza temporal para aliviar una epilepsia grave y que, a consecuencia de ello, perdió la capacidad de formar nuevos recuerdos;  la película Memento está parcialmente inspirada en este famoso paciente y nos muestra muy gráficamente las dificultades de este tipo de lesiones.

La función principal de la memoria humana es facilitar que nos adaptemos a nuestro entorno

El cartógrafo del cerebro, Wilder Penfield

Pero… ¿cómo funciona la memoria humana? ¿Cómo fijamos recuerdos en el cerebro y cómo los recuperamos? ¿Dónde quedan guardados? Y sobre todo… ¿por qué recordamos “mal” o directamente no podemos recordar algunos episodios? Lo cierto es que se ha recorrido un largo camino hasta llegar a los pobres ratones de Massachusetts en la tarea de contestar a estas preguntas; ya en los años 30, el neurocirujano canadiense Wilder Penfield tuvo la oportunidad de estimular eléctricamente zonas cerebrales de pacientes que estaban siendo sometidos a cirugía para tratar epilepsia (en otras palabras, que pudo administrarles corrientes eléctricas a personas despiertas con el cerebro al descubierto). Con ello logró averiguar la función de distintas zonas cerebrales; al estimular el lóbulo temporal algunos de los pacientes reportaban recuerdos de su infancia, su hogar, su familia o de melodías musicales.

recuerdo - falsas memoriasLos resultados del curioso – y algo macabro, todo hay que decirlo – experimento de Penfield siguen siendo debatidos, puesto que no en todos los casos hubo recuerdo y no siempre se trataba de recuerdos reales, pero a partir de ellos hoy se sabe que los recuerdos se almacenan en diversas áreas neuronales de la corteza; la zona temporal procesa información auditiva y visual, por lo que este tipo de memorias se almacenan allí, pero los recuerdos olfativos o táctiles se conservan en las zonas de la corteza correspondientes a estos sentidos, por ejemplo. Como la mayoría de nuestros recuerdos son muy complejos e implican mucha información sensorial, ésta se encuentra repartida prácticamente por toda la corteza cerebral.

Doble procesamiento cerebral

Cuando percibimos un estímulo externo, se produce un “doble procesamiento” cerebral: por una parte, un circuito envía la información sensorial hacia partes del cerebro como el tálamo y de ahí al hipocampo y la amígdala. Este circuito realiza un primer procesado del estímulo, menos preciso pero más rápido, e inicia la codificación del recuerdo para su almacenaje: este sistema permite preparar una respuesta emocional temprana, ya que la amígdala es la zona responsable de la modulación emocional de los estímulos. Podríamos decir que se trata de una respuesta más primitiva, instintiva y por tanto adaptativa.

El segundo circuito pone en marcha las zonas de la corteza: en esta fase el hipotálamo envía la información a la corteza cerebral y se decide si el estímulo es relevante y se guardará o no. ¿Cómo se decide esto? En función de factores como la carga emocional, las expectativas que se tengan, el contexto personal o la comparación con experiencias previas (es decir, a la vez que codificamos un recuerdo nuevo estamos recuperando otros). Es por ello un proceso más lento y preciso, y es aquí donde encontramos la explicación al hecho desconcertante de que dos personas que han presenciado una misma escena puedan llegar a relatarla de formas completamente diferentes: al almacenar un recuerdo, lo estamos “adaptando” a nuestra particular forma de ser incluso escogiendo qué es importante y qué no de lo que estamos percibiendo. Y en ello se pone en juego todo aquello que nos diferencia de los demás: experiencias, creencias, valores, intereses, etc.

Si le damos la vuelta al calcetín, podemos ver en el funcionamiento inverso la forma en la que recordamos cosas: un estímulo externo (o interno) puede activar el proceso de recogida y reconstrucción de los recuerdos asociados con él que tienen relevancia para nosotros. Por ejemplo, si estamos tristes es más probable que nos vengan recuerdos de situaciones que vivimos con tristeza, por similitud de carga emocional, o si visitamos un lugar significativo donde estuvimos previamente nos evocará los recuerdos de entonces. Y aquí están las claves que explican por qué es posible tener, o inducir, falsos recuerdos en las personas.

Lo primero que se deduce de lo que hemos explicado es que no existe una foto fija, “objetiva” e instantánea de nuestros recuerdos repartida por algún lugar del cerebro y vayamos a buscarla como si se tratara de un disco duro de un ordenador para traerla como el día en que la almacenamos: más bien reconstruimos de nuevo el recuerdo cada vez que activamos este circuito “recuperador”. Y dado que tanto el almacenaje como la recuperación dependen de multitud de factores psicológicos personales, es fácil llegar a la conclusión de que los recuerdos cambian en función de éstos. No recordamos igual nuestro primer beso a los 20 años que a los 80: entre un instante y otro hemos aprendido montones de cosas, tenido cientos de experiencias, hemos cambiado nuestra forma de interpretar el mundo, nos hemos emocionado de maneras diferentes…y en definitiva, todo este bagaje vital pesa a la hora de reconstruir ese momento. De hecho, en función de su relevancia es incluso posible que ni nos acordemos ya. Así funcionan los mecanismos de interferencia y del olvido, y también los del trauma, que se revive una y otra vez debido a su gran carga emocional, que por una parte lo mantiene vívido en la memoria y por la otra si es demasiado grande puede llegar a distorsionarlo, o incluso bloquearlo; “Vals con Bashir” es una interesante película sobre la memoria en la que un soldado israelí busca recordar lo que le ocurrió en la guerra del Líbano y que tenía totalmente olvidado.

Falsos recuerdos para falsas memorias

Pero volviendo a Massachussets, lo que se ha hecho pues con los ratoncillos famosos ha sido básicamente inducirles falsos recuerdos, una falsa memoria, manipulando neurológicamente este circuito de codificación-recuperación: los roedores aprendieron a reconocer un espacio seguro y uno inseguro donde se les administraban descargas en las patas. Después se les presentó un espacio nuevo igual que el primero, pero entonces se les estimularon las zonas neuronales de almacenaje del segundo, el peligroso. Este “engaño” en el circuito de asociación produjo que recordaran el primero como dañino, evitando así un espacio inocuo.

De todas formas, no hace falta acudir a niveles neurológicos para experimentar con la flexibilidad de la memoria humana: por ejemplo,memento presentando “pistas” falsas mezcladas con recuerdos verdaderos es posible que sean recodificadas como ciertas por la persona. Este efecto lo consiguieron Loftus y Palmer en su experimento de 1974; mostraron a un grupo de estudiantes voluntarios unas diapositivas sobre accidentes de tráfico, y después les hicieron una serie de preguntas sobre lo que habían visto. En algunas de ellas hacían referencia a elementos o acciones que no aparecían en las diapositivas, aunque estaban relacionados con las escenas. Algunos de los estudiantes comentaron recordar estos elementos. Más espectacular aún resulta la prueba que Wade, Garry, Read y Lindsay (2002) realizaron entrevistando a varias personas sobre sus recuerdos infantiles: previamente y de acuerdo con sus familiares, colaron un montaje fotográfico de un inexistente viaje en globo hecho a la edad de 5 años. En la tercera entrevista más de la mitad recordaban dicho viaje. Estas experiencias ponen de manifiesto la capacidad de influir y manipular la memoria (y voluntades) de los demás creando falsos recuerdos.

En este punto uno estaría tentado de dar la razón a aquellos que creen en la superioridad de las computadoras a la hora de guardar y recuperar datos fielmente y sin interferencias por encima de los humanos, pero esta comparación no tiene mucho sentido. Para empezar, porque las funciones son muy diferentes: la computadora – como los libros-  en el fondo no es más que un apoyo de nuestra memoria, que sin embargo cumple otra misión importantísima. Al reconstruir el recuerdo cada vez que lo recuperamos y pasarlo por el filtro de nuestras experiencias posteriores, aunque lo distorsione en el proceso, la memoria está dotándolo de sentido para nosotros. Tanto si han pasado 5 como 50 años, es coherente con las situaciones que hemos vivido y lo que hemos aprendido por el camino. Por ello siempre son significativos, y siempre podemos reconocernos en aquellas situaciones: esto permite que tengamos un sentido de identidad a lo largo del tiempo. En definitiva, preserva nuestro sentido del yo, diferente de cualquier otra persona, y permite que tengamos conciencia de nosotros mismos. Curiosamente, justo lo que un ordenador no puede hacer. Y ahora pregúntense si es más débil que una CPU y un disco duro.

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