
El burnout o síndrome del quemado
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Vivir en pareja satisfactoriamente es un arte difícil que requiere de ciertas habilidades personales además de un buen andamiaje psicológico, porque sostener una sociedad compuesta por dos personas con creencias, opiniones, costumbres y formas de ver el mundo distintas en armonía es uno de los retos más complicados que se nos presentan en la vida. Además, teniendo en cuenta que la pareja es un sistema cambiante en constante evolución, por lo que el espacio para el aburrimiento debería ser tirando a pequeño. Uno de los aspectos esenciales para una buena gestión de la vida íntima son las relaciones de poder en la pareja.
En la mayoría de las ocasiones los psicólogos de pareja nos encontramos el conflicto expresado en diferentes “niveles” o aspectos: son muy frecuentes los problemas alrededor de la logística de pareja, tareas diarias, hábitos o en general, de cuestiones “organizativas”. Este nivel es relativamente sencillo de solucionar siempre que los miembros de la pareja muestren cierta predisposición a la negociación, la renuncia – eso que nos cuesta tantísimo -, aceptación de que no todo se va a poder conseguir y a partir de aquí poder llegar a un acuerdo beneficioso y realista.
Sin embargo, en muchas ocasiones esta agitación cotidiana es un síntoma de un conflicto en un nivel más profundo, que está relacionado con la personalidad de cada uno de los protagonistas y su conjunto de creencias y valores, cuando chocan al llevarlos a la realidad cotidiana. Estaríamos hablando de decenas de pequeños encontronazos que en la práctica forman un solo problema y que forma parte de la propia dinámica de la pareja: entre ellos quizá el más importante sea el reparto del poder dentro de la relación. Cuando una pareja está continuamente enfrentada en una lucha por tener razón y pierde el objetivo real de vista, hay seguro una lucha de poder.
¿De que estamos hablando cuando nos referimos al poder en el ámbito de la pareja? Principalmente a cuestiones como la toma de decisiones, la iniciativa en cuanto a las propuestas de organización o actividades, la influencia sobre el otro y la disponibilidad de espacios propios individuales fuera de la pareja, es decir, cómo está estructurada la relación del sistema que forma la pareja con respecto al resto de la sociedad.
Según la teoría sistémica, existen grosso modo dos tipos de parejas en función de cómo interactúan; la simétrica y la complementaria.En las parejas simétricas, cada uno de los miembros se encuentra en una situación de igualdad en cuanto al ejercicio del poder; se negocia, se discute y se llegan a acuerdos si es posible, pero sin partir de una posición desigual en cuanto al peso específico de cada uno. El principal riesgo que aparece en los conflictos entre parejas simétricas es la escalada; como no hay alguien más poderoso que el otro, las discusiones pueden subir fácilmente de tono si ambos entran en competición.
Por el contrario, en las complementarias se da una distribución desigual de poder en la pareja en la que uno de los dos adquiere mayor protagonismo en las decisiones; un caso clásico son los matrimonios antiguos, en los que la sociedad ya otorgaba de antemano la preeminencia al varón. Sin embargo, hay muchísimas variantes de este tipo, en las que en definitiva un miembro ejerce más poder, y no siempre es discutido. Si ambos aceptan la situación, aunque sea desigual, la relación puede salir adelante durante mucho tiempo. Delegar el ejercicio del poder puede resultar tranquilizador – aunque no demasiado emancipador – para muchas personas. Los problemas de una relación complementaria aparecen cuando la parte más débil siente necesidad de disponer de mayor espacio de decisión y son bastante evidentes: explotación, malestar por parte de quien se somete, violencia unidireccional y un triste etcétera.
En cualquier caso, esta dicotomía no deja de ser un modelo de referencia para clasificar distintas dinámicas de la pareja, porque lo habitual es que el poder se reparta por esferas en las que alguno de los componentes de la pareja se reconoce como más capaz o simplemente prefiere ser quien tome las decisiones en ese ámbito. Así, encontramos relaciones donde las cuestiones financieras, la organización de las vacaciones o la limpieza doméstica está distribuida como mejor les conviene a ambos. Incluso hay zonas donde alguno de los dos ni siquiera desea decidir, delegando lo relacionado con ellas al otro.
Como cualquiera puede imaginarse, en una pareja simétrica esta distribución del poder no tiene por qué ser fija, ni impuesta, sino preferiblemente acordada y revisable. Es un mito pensar que una pareja que funciona ha de repartir el poder a partes iguales; que ambos tengan el mismo derecho a opinar o decidir no implica que el reparto sea escrupulosamente por mitades, sino que los dos tienen la misma voz si así lo desean. Se trata más bien de mantener la equidad, disfrutando del mismo poder potencial que de su ejercicio efectivo. Teniendo en cuenta además que durante el ciclo de vida de una relación va a verse expuesta a muchísimos cambios: una promoción laboral, intervenciones de la familia de origen, la llegada de hijos, un traslado de residencia temporal, la pérdida de trabajo … todos estos casos implican una redefinición de poderes que debe resolverse.
En las parejas complementarias este reparto es bastante más rígido y concentrado en uno de los miembros, como vimos. Aunque no por ello tiene por qué resultar disfuncional, siempre que ambos acepten de buen grado este estado de cosas. La problemática de estas relaciones viene dada por la diferencia en el derecho a ejercer el poder en la pareja, que no es equitativo. En muchas ocasiones suele ser una especie de aceptación tácita, por ejemplo, cuando uno de los dos tiene un carácter mucho más enérgico y resolutivo, pareciendo la “elección natural” el que decida también en el ámbito de la relación. Las dinámicas peligrosas aquí pasan por adoptar roles estereotipados con patrones de conducta que se repiten, especialmente si el “fuerte” adopta la posición de Salvador del “débil”, que pasa a funcionar como Víctima; es posible que el primero se frustre cuando sus decisiones no son del agrado del segundo, y éste se sienta mal al ser consciente de su posición de dependencia. Para pasar a una relación de tipo simétrico es necesario dar espacios de poder a quien no los tiene, lo que implica cederlos – y, por tanto, delegar y desresponsabilizarse -. Hay que decir que un acontecimiento externo puede cambiar las relaciones de poder de una pareja complementaria y quien se veía como el “fuerte” pase a perder esta posición.
En definitiva, mantener el equilibrio de poderes en la pareja, sea de tipo simétrico o complementario, es una cuestión nada sencilla, dada la naturaleza cambiante de la relación y la cantidad de factores externos que la afectan. Lo que sí es imprescindible para un buen funcionamiento adaptativo es negociar los espacios de decisión. De forma realista, tratando de alinear el bien de la relación respecto a mis intereses individuales, buscando puntos de encuentro si los hay. Y siendo muy consciente tanto de las responsabilidades como de las renuncias que se hacen, y por supuesto hacerlo explícito. Dar algunas reglas por sentadas sin haberlas comprobado previamente es un ejercicio arriesgado que lleva a muchos malentendidos.
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