
El burnout o síndrome del quemado
El síndrome del quemado o burn out está muy extendido en entornos laborales, académicos y también en el ámbito de los cuidados. Te contamos qué
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Dentro de los motivos más frecuentes de consulta al psicólogo se encuentra sin duda la petición de querer “ser más extrovertido”. La persona demandante parte de la base de que conseguir dejar de ser introvertido mejorará sin ninguna duda sus relaciones interpersonales, una esperanza apoyada en una fuerte demanda social de proyectarnos hacia afuera. Sé tu propia marca, véndete, hazte notar, que los demás te vean. Suelen envidiar la capacidad de sus conocidos más sociables, que “no tienen problemas para hablar con todo el mundo” y se conciben por tanto inferiores e inadecuados en comparación. No es extraño que en estas condiciones las personas introvertidas presenten cuadros de ansiedad – de tipo social, sobre todo – o depresión de diversa intensidad.
Incluso los manuales de psicología de la personalidad refuerzan esta visión positiva de los extrovertidos, cuando afirman que la persona que posee este rasgo en mayor medida tiende a ser “muy dinámica, activa, enérgica, dominante y locuaz” mientras que su contrapartida se describe como “como poco dinámica y activa, poco enérgica, sumisa y taciturna” (Big Five Questionnary, versión española). ¿Quién no querría ser extrovertido en estas condiciones? No es de extrañar que haya estudios que relacionan una alta extroversión con menor ansiedad social (Delgado y cols. 2018): si percibimos que estamos en la “línea correcta” es más probable que nos sintamos más cómodos interactuando con otros. Sin embargo, de estudios similares se saca la discutible conclusión en muchos artículos y páginas web de que, si los extrovertidos están más relajados y son “más felices”, es que la extroversión es positiva – pasando por alto el factor esencial del neuroticismo en la aparición de desajustes sociales -.
Cualquier persona que perciba que no encaja en esta cosmovisión tan amable con la extroversión corre el riesgo de dudar de sí misma y verse atrapada en el falso dilema de dejar de ser como es para convertirse en alguien socialmente deseable sin terminar de darse cuenta del tremendo malestar que esto puede suponer. Ser una persona introvertida no tiene nada malo, simplemente es un rasgo de personalidad que presenta ciertas ventajas e inconvenientes, igual que su reverso. Pero para desmontar algunos mitos alrededor de la cuestión, lo primero es aclarar si de verdad somos introvertidos o hay otras variables que interfieren.
Esta escala que mide la estabilidad emocional del individuo, es esencial para deshacer malentendidos, puesto que los estudios demuestran que influye en el bienestar percibido tanto por extrovertidos como introvertidos. En otras palabras, la persona que presenta una alta estabilidad emocional se percibe adecuada sin importar si es más o menos introvertida. Ahora bien, en un escenario emocionalmente inestable, los extrovertidos se encuentran más a gusto consigo mismos (Fadda y Scalas, 2016), resultado que tiene interesantes implicaciones, dado que el entorno social podría tener influencia directa. Y vivimos una época de inestabilidad emocional.
Aunque externamente su presentación social es muy similar, las personas introvertidas y las personas tímidas están viviendo experiencias internas muy diferentes en la misma situación. El tímido, por decirlo en jerga técnica, puntuaría alto en neuroticismo, o traducido a lenguaje coloquial, tiene miedo de tomar la iniciativa social, aunque le gustaría. Previene las consecuencias negativas del intercambio social, que le bloquean, al considerarlas mucho más probables que las positivas, y parten de una concepción de sí mismo como incapaz de llevarlas adelante con éxito. El introvertido prefiere menos interacción social, se sienten más a gusto en soledad – y la sobrellevan mucho mejor que los extrovertidos – en ambientes tranquilos y sumidos en sus pensamientos. Su impulsividad también es menor, lo que le lleva a meter menos la pata que sus alter ego más volcados hacia afuera.
Por tanto, si el problema es de timidez, lo que se trabaja es este miedo a las situaciones sociales – o a sus consecuencias imaginadas – para rebajar la ansiedad y mejorar la interacción con los demás. Pero si la persona es introvertida y no tímida, la terapia pasa por una “desintoxicación” de este sesgo tan perjudicial para ellos y que puedan sentirse bien consigo mismos, aceptarse como son y hacer un examen más realista de sus capacidades y ámbitos de mejora.
Entre las cualidades estimables de las personas introvertidas se puede destacar la mejor capacidad de escucha, una baja impulsividad y en general una mayor tendencia a la reflexión introspectiva, que, si bien “reducen” la frecuencia de interacciones con los demás, pueden llegar a ser más eficaces – aunque esto no sólo dependa de la introversión -. Pueden dedicar más tiempo y esfuerzo a sus propios proyectos, siendo más constantes, dada su mayor capacidad de auto motivación. Tienden a mantener la calma en momentos de estrés y son más independientes, por lo que toleran mejor la soledad.
Parece por tanto un contrasentido que una de las demandas en consulta de los introvertidos sea el mal de nuestros tiempos, el miedo a la soledad, pero lo cierto es que aparece con asombrosa regularidad. ¿Cómo puede ser que perfiles más resistentes a estar solos tengan la misma preocupación que los extrovertidos? Puede no ser tan raro si tenemos en cuenta que, por un lado, se perciben diferentes a lo socialmente deseable, por lo que es comprensible que desarrollen cierto miedo a verse excluidos del grupo. Por el otro, las exigencias de la vida actual, con la fragmentación del tiempo dedicado a múltiples actividades y las mayores distancias espaciales favorecen unas relaciones personales numéricamente mayores pero superficiales en cuanto a profundidad del vínculo – pensemos por ejemplo en las redes sociales -. Un escenario donde, aunque los extrovertidos se desenvuelven mejor, casi todos somos capaces de percibir esa ausencia de intimidad y arraigo. Esta preocupación por contar con unas amistades sólidas, una buena red de ayuda social y sentirse incluido dentro de un grupo, es independiente de esta característica de personalidad: socializar va implícito a la condición humana. Las estrategias para hacerlo, eso sí, difieren según nuestro perfil de personalidad.
Existen también ciertos mitos alrededor de las personas introvertidas, que parecen más un intento de defenderse de esta “moda” de lo extrovertido que no a datos empíricos. Uno de ellos deduce a partir de las características de reflexión, introspección y calma, que los introvertidos serían más inteligentes que los extrovertidos, poniendo de ejemplo a personalidades científicas de perfiles que tienden al aislamiento. En realidad, de los estudios al respecto (Kim 2013, Moutafi 2004, Chamorro y Furnham, 2005) se puede deducir que depende del tipo de tarea. En actividades cortas limitadas en el tiempo, que requieren un uso intensivo de memoria a corto plazo y velocidad de respuesta, los extrovertidos son superiores, pero en tareas de larga duración que requieren constancia o una mayor introspección, los introvertidos tienen éxito y los extrovertidos tienden al aburrimiento y la desconexión. O como diría mi madre, se distraen con el vuelo de una mosca. En definitiva, es imposible determinar si una forma de ser es mejor que la otra, pues depende del contexto. Desde luego, para llevar una vida satisfactoria y plena, ambos tipos de personas están plenamente capacitadas.
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