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La intuición es un fenómeno que todos experimentamos pero que pocos podemos ubicar con exactitud. Le damos muchos nombres más cotidianos: tuve una corazonada, me dio mala espina, fue un flechazo … incluso el sesgo de género con la famosa intuición femenina. Parece algo casi mágico, un superpoder de comprender algo inmediatamente, sin necesidad casi de pensarlo. Quizá sea por su causa que se haya especulado durante tanto tiempo – aún se sigue haciendo – con la existencia de algún tipo de misteriosa cara oculta de la mente, inaccesible para la propia persona, cuyas oscuras motivaciones y sorprendentes habilidades nos gobiernan sin que lo sepamos.
¿Qué es exactamente y cómo funciona la intuición? Allá por los años 40, Eric Berne dedicó sus primeros trabajos a tratar de caracterizarla, pues creía – con razón – que estaba en la base de la comunicación implícita. Berne debía decidir si un recluta de la Armada estadounidense era apto en 45 segundos, puesto que entrevistaba varios cientos al día. Él y su equipo comenzaron a jugar a adivinar la profesión de cada candidato; las tasas de acierto llegaban al 90%. Sin embargo, cuando trataron de sistematizar qué información captaban y determinar cuáles eran los procesos de decisión, para elaborar un “protocolo” explícito, la ratio cayó al 50%. Parece, por tanto, que existe algún proceso de decisión involuntario, que permanece inconsciente para el propio individuo, y que puede alcanzar en ocasiones una buena precisión.
Hoy en día se ha avanzado bastante más en el estudio de los procesos neuronales y se sabe más sobre el funcionamiento del cerebro y, por tanto, de cómo trabaja nuestra mente – entendida como una metáfora del conjunto de procesos que un organismo humano es capaz de sostener -. Ya se postulaba que la emoción podía preceder a la cognición (Lazarus, 1991), pero LeDoux (1996) propuso la teoría de la doble vía de procesamiento emocional: una subcortical o límbica, y la segunda que pasaría por la corteza cerebral. Ambas llegan a la amígdala cerebral, núcleo regulador de respuestas emocionales, pero la primera de ellas, evolutivamente más antigua, es más rápida y facilita respuestas más inmediatas e instintivas. La segunda es más lenta, pero facilita un procesado más cognitivo y complejo de las emociones – que involucra la corteza prefrontal, hogar de las famosas neuronas espejo señaladas por Damasio -, y también introduce un nivel de análisis voluntario o consciente.
Diversos autores han desarrollado esta explicación de nuestro funcionamiento mental, como Kahneman (2001), que en su brillante análisis de los sesgos cognitivos identifica el sistema 1 – el rápido, instintivo e inconsciente – y el sistema 2 – lento, reflexivo y consciente – como las dos “posiciones” o modos de pensamiento. Haidt (2017) usa la metáfora del elefante y el jinete, respectivamente, para referirse a estos dos procesos mentales.
Pues bien, el primer sistema está encendido todo el tiempo. Nunca se apaga, aunque no seamos conscientes de ello; se trata de nuestro piloto automático intuitivo, que está tomando cientos de decisiones sencillas – aunque algunas trascendentes – sin necesidad de una supervisión voluntaria. Intrínsecamente unido a nuestros sistemas de percepción – los receptores sensoriales -, nuestro sistema emocional y con un mínimo procesado cognitivo involuntario, esta vía va a decidir en una fracción de segundo si la persona que tenemos delante nos gusta o no, nos parece confiable o por el contrario debemos huir de ella. Es la que va a tener el flechazo o decidir que no contrata al candidato, la que va a adivinar que nuestra pareja nos oculta algo, que es mejor girar a la izquierda aunque el GPS diga lo contrario, o que tiene la incómoda sensación de que el jueves va a ser un mal día.
Es lo que llamamos intuición, y por muy afinada que la tengamos, también se equivoca. Para tomar tantas decisiones tan rápidas, y ahorrarnos la tediosa tarea de analizar conscientemente cada una de ellas, incluso las irrelevantes, la mente toma atajos. También conocidos como heurísticos; realizamos aproximaciones que, aunque contienen una probabilidad de error, sirven suficientemente bien la mayoría de las ocasiones. Así que, en pocas palabras, vamos por el mundo con un sistema de procesamiento sesgado – imperfecto – permanentemente encendido.
¿Qué pasa cuando la intuición nos juega malas pasadas? Aquella persona tan agradable y simpática nos acaba de hacer una jugarreta impensable. La inversión que parecía segura ha resultado un desastre … ¿Qué es lo que ha ido mal? El procesado emocional se guía por una serie de patrones bastante resistentes a los cuales trata de ajustar la información que procesa. Cuando algo no encaja en la predicción que hemos hecho, además de la lógica frustración, toca revisar y analizar voluntariamente. Y para eso necesitamos el sistema 2, o el jinete que nos ayude a sacar conclusiones y reajustar procesos, aunque no siempre funciona así; la mayoría optamos por “hacernos trampa” y retorcer la realidad hasta que coincida con nuestros patrones predeterminados. Por ello podemos decidir seguir confiando en alguien que nos ha traicionado varias veces, o continuar pensando que nos echan microchips en las vacunas.
¿Hay alguna forma de mejorarla? Podría parecer que la intuición va por libre, pero no es del todo así, y por supuesto se puede entrenar para conseguir que altere su trayectoria habitual. Necesitamos, como hemos dicho, al sistema “consciente” – que consume mucho más recursos y energía, así que solo lo encendemos si es estrictamente necesario – que analice los errores que se han podido cometer, aquello que no ha funcionado. Las emociones desagradables nos van a ayudar a identificar dónde está el problema. Y después, una vez hallada una solución, interiorizar nuevas formas de comportamiento, hasta que salgan “sin pensar”, de forma automática.
Entrenar la intuición hasta que funcione diferente es un proceso indirecto, que puede resultar pesado y costar esfuerzo, aunque lo podemos conseguir vía procedimientos – por ejemplo, cuando aprendemos a conducir o a comer con cuchillo y tenedor, estamos mecanizando movimientos para hacerlos sin supervisión consciente -. Como si fuera un deporte, interiorizar una serie de ideas, actitudes y nuevas maneras de reaccionar a través de la práctica no es fácil, pero se puede lograr. De hecho, los procesos terapéuticos podrían describirse de esta forma: se hace manifiesto aquello que es automático y disfuncional, y una vez encontrada una solución, se alteran los patrones hasta que se integre en nuestro sistema de respuesta rápida mediante la práctica constante.
La intuición puede mejorarse no solo por tener unos sentidos más aguzados o estando más receptivo, sino mediante el procesado de la experiencia, el ajuste y modificación de nuestros patrones cuando no sirven. El hecho de que una fobia pueda eliminarse de forma más o menos asequible sería una pequeña demostración de que no estamos ni mucho menos indefensos en manos de un conductor invisible.
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