
El burnout o síndrome del quemado
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Qué mala es la envidia. Nos lo habrán dicho miles de veces, lo hemos leído en multitud de obras literarias y lo seguiremos escuchando con machacona regularidad. Envidiar, pecado capital por derecho propio, el estereotipo lo identifica como el favorito de los españoles: Cervantes, Quevedo, Cela o Borges ya hicieron notar la querencia local por este peligroso sentimiento, cuyo nombre proviene del latín “invidere”, mirar con malicia.
Tan mala fama tiene, que en consulta es bastante infrecuente que alguien comente que ha sentido la punzada de la envidia; cuando tal suceso tiene lugar, suele ser señal de que el desarrollo de la terapia va por muy buen camino. Hace falta mucha confianza para confesar semejante tabú social como es el de envidiar algo o a alguien. La envidia, a pesar de estar ampliamente extendida en todos los ámbitos, es algo de lo que normalmente no se habla. Ser reconocido públicamente como envidioso es una eventualidad de la que huimos despavoridos, y es lógico, ya que nos etiqueta socialmente como poco deseables.
¿Qué es la envidia? En realidad, envidiar no es más que una emoción compleja y bastante desagradable, que aparece cuando nos damos cuenta de que carecemos de un atributo deseado por nosotros, que reconocemos en otra persona. Compleja porque es una mezcla de algunas emociones básicas, como ira, miedo y tristeza, moduladas por el contexto en que aparece – la mencionada carencia que otro posee -, y que puede dar lugar a sentimientos de inferioridad, injusticia y mala voluntad (Smith et al 1999).
A pesar de estas sensaciones tan negativas, es importante recordar que una emoción por sí misma no tiene una cualidad moral, sino que se trata de una respuesta del organismo ante estímulos externos; tenemos tendencia a calificarlas en función de lo que experimentamos. De hecho, envidiar es un fenómeno universal que se puede rastrear en cualquier cultura; la palabra alemana Schadenfreude está relacionada y define el sentimiento de alegría que experimentamos como resultado de que a otra persona le vaya mal. Sin embargo, es llamativa la falta de estudios al respecto; ni siquiera la perspectiva evolucionista en psicología, tan dada a encontrar la funcionalidad de las emociones y las conductas, ha tratado aún el tema de la envidia en profundidad.
Los efectos dañinos de la envidia vienen dados por las respuestas que seleccionamos cuando este sentimiento se consolida. El anhelo de que el otro pierda aquello que tiene y nosotros deseamos o se vea perjudicado, nos puede movilizar a intentar minar su posición por diversos medios, y aquí es donde intervienen toda la batería de refranes que nos previenen de la envidia, y que serían la punta del iceberg de todo un dispositivo social de mecanismos orientados a evitar sus consecuencias destructivas (Mola, Reyna y Godoy, 2014).
En la práctica, el manejo social de envidiar no es tan sencillo – y por eso tiende a ocultarse públicamente -. Se ha teorizado sobre la tendencia de los envidiados a ayudar a los envidiosos (Van de Ven, Zeelenberg y Pieters (2010), una conducta prosocial que estaría influida por el comprensible temor a ser objeto de envidia. Pero los resultados de los estudios no son concluyentes, ya que ser envidiado también aporta un sentimiento de orgullo, además de esta preocupación, por lo que, si bien al percibirnos envidiados podemos tratar de compensar posibles efectos dañinos, no es una sensación del todo desagradable y no siempre aparece esta conducta.
Un aspecto interesante a la hora de identificar la envidia es lo ligada que está al concepto de los celos. Tanto, que en no pocas ocasiones es una tarea complicada diferenciar una cosa de la otra. El matiz se encuentra en el contexto de ambas situaciones: cuando siento celos de alguien, estoy detectando una amenaza de pérdida de algo que ya tengo – una relación, una buena posición laboral, el afecto o la estima de otra persona -, mientras que en la envidia no me encuentro en posesión de lo que sea que desee para mí, que se encuentra fuera de mi alcance.
¿Es la envidia siempre indeseable? ¿Cuál sería su función? Intuitivamente parece una emoción que nos señala en la dirección de aquello que deseamos obtener para nosotros mismos, por lo que puede resultar útil para identificar motivaciones o deseos de los que quizá no éramos demasiado conscientes hasta que los vemos en otros. En este sentido, algunos autores distinguen entre una forma benigna de envidia – lo que vulgarmente se conoce como envidia sana -, que nos podría conducir a un proceso de mejora propia destinada a conseguir lo que deseamos, y otra maligna, orientada a tirar del envidiado hacia abajo.
Esta interpretación tan diferente de una misma experiencia emocional depende de una serie de factores intrapersonales, y de la valoración que hagamos de la situación. En general, si percibimos que la ventaja obtenida por el otro es inmerecida, vamos a tender a considerarlo injusto, apareciendo sentimientos de hostilidad, ira y resentimiento, mientras que, si consideramos que corresponde con sus propios méritos, se nos activarán respuestas más cooperativas – trabajar para igualar nuestra situación a la ajena – y menos egoístas.
Por otro lado, hay en la envidia un componente de inevitable comparación social con los demás: si en este proceso llegamos a la conclusión de que carecemos de las habilidades que han permitido a la otra persona acceder a aquello que deseamos, y que no estamos en disposición de incorporarlas a nuestro repertorio, es fácil que nos deslicemos por la pendiente de la envidia maligna. Aun así, la sangre no tiene por qué llegar al río; si bien es una situación muy incómoda de envidiar, nada nos obliga a emprender acciones destinadas a minar la posición del envidiado. No nos solucionará el problema, pues seguiremos sin satisfacer aquello que deseamos en realidad, y nos puede instalar en un resentimiento prolongado.
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