
El burnout o síndrome del quemado
El síndrome del quemado o burn out está muy extendido en entornos laborales, académicos y también en el ámbito de los cuidados. Te contamos qué
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En estos tiempos de confinamiento que estamos atravesando, quién más o quién menos está siendo dolorosamente consciente de que, a pesar de no poder desplazarse fuera de su hogar, la cantidad y complejidad de las tareas que debe atender no desciende; no solo eso, sino que el nivel de perfeccionismo obsesivo y exigencia se mantiene intacto en mitad de una pandemia mundial.
Los perfiles más afectados por el fenómeno de ser perfeccionista son, por descontado, las madres trabajadoras, que se han visto inmersas en una vorágine de teletrabajo, cuidado del hogar, supervisión de los hijos y sus labores escolares y demás obligaciones que desbordan sus capacidades – y las de cualquiera -. La enorme carga que supone asumir las ineludibles tareas derivadas del “soporte vital” de un hogar – silenciosas, imprescindibles y no remuneradas – se ve dramáticamente aumentada por algunas características derivadas de una mentalidad de tipo individualista e hiperproductiva como la que el capitalismo postmoderno promueve. Los estudios sobre prevalencia de la ansiedad y el estrés no engañan: a medida que se refuerzan mensajes y prácticas orientadas a la fantasía de la autosuficiencia, la exigencia de perfeccionismo obsesivo, adaptaciones a rápidos cambios y demás cháchara neoliberal.
El mandamiento número uno de esta concepción perversa de la autonomía personal de una persona perfeccionista es que no podemos delegar en nadie. Gurús empresariales, charlatanes new age y demás portavoces de ideología nos repiten machaconamente que somos responsables de casi todo, incluido aquello que no depende de nosotros. El ser humano posmoderno emprende, lidera y se encarga de todos los aspectos de su vida en solitario. Así que, si no te va bien, es por tu culpa; no deja de ser una sofisticación de la vieja idea de que los pobres lo son por su mala cabeza o su incapacidad, mientras que la gente rica se ha ganado su posición. La perversión de valores como el esfuerzo, la responsabilidad, la aceptación o la “resiliencia” nos pueden llevarnos a creer que debemos aguantar situaciones insoportables. Cuando estoy convencido de que todo lo que sucede a mi alrededor depende solo de mí, abro una puerta al estrés crónico y estoy indefenso frente a lo que me venga.
Por supuesto, la sociedad contemporánea es compleja, multidimensional. Se requieren sofisticados conocimientos y muchos estudios para acceder al mercado del trabajo cualificado. Una persona “consciente” cuida de sí misma y de su cuerpo: qué come, de dónde viene lo que compro. No basta con ir al supermercado; se trata de dar con la compra perfecta. Y este mismo razonamiento se puede aplicar a casi cualquier rol o ámbito social: el padre intachable, la relación perfecta, el profesional resolutivo, eficaz y eficiente, el estudiante excelente, el ciudadano responsable y concienciado. El camino del perfeccionismo obsesivo no tiene fin. Imponerse el requisito de cumplir en todas estas facetas y además hacerlo de la mejor manera posible nos va a robar horas y más horas de nuestro tiempo, a costa de bastante sufrimiento, dudas sobre nosotros mismos, sentimientos de impotencia o inadecuación para acabar siendo perfeccionistas. Además, hoy en día disponemos de una herramienta de censura social autoelegida como son las redes sociales, donde cualquier heterodoxia que deslicemos sobre nosotros puede salir muy cara.
Como buenos consumidores que somos, estamos entrenados para necesitar continuamente todo tipo de artículos en esta dura lucha por salir airosos de tanta perfección, aunque su presencia en nuestras vidas sea fugaz e irrelevante. El perfeccionismo no descansa nunca: por esta vía, cada faceta de mi existencia se convierte en una dedicada y ardua labor por gestionar personalmente incluso la más absurda de las variables, sin una mínima reflexión sobre su impacto real. Quizá el rol donde más claramente se ve este fenómeno sea la paternidad: en Internet se pueden encontrar acaloradas discusiones sobre detalles cuya importancia raya en la insustancialidad. Cómo y dónde han de dormir los niños, modelos de sillitas con cientos de características superfluas, objetos para el baño o la habitación, qué entretenimiento es y no es adecuado … todo basado en el miedo de los padres por causar cualquier daño a la criatura, que convierte la responsabilidad filial en un campo de minas.
Tratar de controlar en profundidad todas estas variables, reales o inventadas, daría para tres vidas, pero … ¿quién no querría convertirse en el progenitor modélico? Manejamos tanta información sobre el más ínfimo aspecto de nuestras vidas que necesitaríamos una gestoría entera para manejarla sin agobios, en vez de desarrollar un perfeccionismo obsesivo para poder gestionarlo nosotros mismos.
Desde bien pequeños se nos entrena para buscar dar lo mejor de nosotros mismos, lo cual en abstracto no tiene nada de malo. Ahora bien, cuando llegas a casa con el boletín lleno de sobresalientes y tu padre te señala ese siete en Matemáticas … ¿qué clase de mensaje estamos enviando? Se nos bombardea con la necesidad de destacar por encima de la masa, de darlo todo para alcanzar “nuestros sueños”, de entregarnos en cuerpo y alma a disciplinas que quizá ni hemos elegido. La palabra mágica es excelencia. Es un mundo difícil, vas a tener que trabajártelo mucho, ahí fuera es una jungla … raro es el adolescente que no ha escuchado esto a diario de profesores o familiares. La obsesión por ser el mejor o destacarse nos puede llevar a caminos muy dolorosos de sacrificio innecesario: ni siquiera el esfuerzo nos garantiza nada, pero admitir que hemos obtenido algo sin dejarnos la piel, o que el azar puede explicar un giro a mejor en nuestra existencia es un ejercicio de honestidad que no está al alcance de todo el mundo.
Por supuesto, la recompensa a tanto perfeccionismo obsesivo y el resultado de todo este titánico combate debería ser un estado de felicidad continua. Si soy perfecto, completo todas las interminables tareas y me encargo de los cientos de detalles relacionados con mi vida diaria, la recompensa ha de ser una sonrisa perpetua y un bienestar duradero. Nada más lejos de la realidad de muchas personas quemadas, rotas y sobrepasadas por tanto mensaje opresivo.
Si hay algo que podamos calificar de felicidad, está muy lejos de este panorama de ansiedad perpetua. Levantar el pie del acelerador, perdonarse por no ser excelente a cada paso que doy, contentarse con hacer las cosas como buenamente se puede: no pasa nada porque la comida no haya acabado de estar en su punto, el comedor esté desordenado, olvidara comprar aguacates o que las tareas que entrega nuestro hijo no las hayamos podido supervisar como querríamos. La mayoría de aquello que hacemos pasa sobradamente el filtro de las exigencias ajenas o bien no tiene consecuencias relevantes para nadie. Solo nosotros llevamos ese auditor interior que apunta cada tarea que no realizamos a la perfección.
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