
El burnout o síndrome del quemado
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Existe la creencia popular de que el trabajo de un psicólogo consiste en dar consejos, apoyada en las cantidades industriales de frases imperativas de autoayuda y memes psicologizantes que se pueden encontrar en Internet o escritas en las tazas del desayuno. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; en una consulta lo que se suele hacer en vez de aconsejar es plantear dudas razonables, examinar situaciones desde ángulos nuevos y buscar soluciones imaginativas entre dos para que la persona pueda encontrar su propia forma de ayudarse. Aunque uno pueda tener la sensación de que el psicólogo le ha aconsejado, un buen proceso terapéutico es como montar un mueble de Ikea; lo acabas haciendo tú mismo.
¿Por qué esta “alergia” a aconsejar al otro, cuando viene en busca de ayuda? Parecería el paso más evidente y directo, pero es precisamente una tentación a evitar por muchos motivos. El primero, porque se trata de una acción altamente invasiva que puede entenderse como un juicio moral para quien lo recibe. Al fin y al cabo, estamos diciéndole a alguien lo que tendría que hacer con su vida, colocándonos en una posición de superioridad. En segundo lugar, cada uno de nosotros tiene una manera diferente de entender la vida, las relaciones y los problemas: nuestras creencias, valores morales y sentimientos difieren en cada individuo, por lo que soluciones que para mí pueden resultar válidas, otro las descarte. ¿Qué ocurre si doy un consejo que después no funciona? Por último – y para no alargar demasiado la lista -, si no somos capaces de interpretar cómo se siente el receptor de nuestro consejo con su situación, de cuál es su estado emocional, en definitiva, si no conseguimos ser empáticos y recordar que se trata del otro y no de mí, el riesgo de soltar una obviedad inaplicable y estéril es muy alto.
¿Significa esto que no se deben dar consejos, que está mal hacerlo? No, en absoluto. Aconsejar no deja de ser una forma de prestarse ayuda entre seres humanos; en sentido abstracto, es deseable dado que extiende la capacidad de una sola persona para resolver problemas vitales. Un punto de vista alternativo nos puede sacar de más de un aprieto. Pero se puede utilizar también muy fácilmente como herramienta de coacción, intimidación o control. Además, un buen consejo requiere un esfuerzo de comprensión y escucha que no siempre estamos dispuestos a hacer; en muchos casos tiramos de lugares comunes, soluciones estereotipadas, prejuicios a la hora de valorar la situación que, por muy bienintencionados que sean, restan eficacia e incluso pueden llegar a enfadar a quien nos pide ayuda, por simplificar el problema.
No son raros los casos en los que un consejo pobremente elaborado acaba en una discusión abierta, especialmente entre padres e hijos, o en el ámbito de la pareja. Un consejo precipitado, hecho para cubrir el expediente, insensible o con intenciones ocultas más allá de ayudar a quien lo recibe puede resultar dañino para la relación que tengamos con la persona, así que es necesario plantearse antes una serie de preguntas, si lo que deseamos es preservarla, tanto si estamos en posición de darlo como si lo recibimos.
La primera cuestión antes de lanzarnos a la arena a intentar arreglarle la vida a otro es plantearnos si nos lo ha pedido. En caso negativo, ¿realmente es porque no lo necesita, o quizá hemos detectado que la persona está desorientada, confusa o indecisa y no ha expresado abiertamente que busque ayuda externa? No siempre es sencillo detectar esto último, pues muchas personas son reacias a pedir lo que desean. La comunicación humana es un territorio terriblemente sutil, que requiere en muchas ocasiones de prudencia y clarificación; una solución eficaz para resolver esta incertidumbre consiste en preguntar si se está pidiendo consejo, o pedir permiso para darlo. Si no se da ninguno de estos casos, lo mejor es abstenerse de opinar sobre cómo los demás manejan sus vidas.
Suponiendo que nos han solicitado o concedido autorización para ofrecer ayuda, tenemos una responsabilidad importante entre manos. ¿Estamos capacitados para dar un buen consejo? Dependerá de varios factores, como por ejemplo el conocimiento que tengamos del otro, habernos visto en situaciones similares a las que nos plantean – y haberlas resuelto satisfactoriamente, por supuesto – y, sobre todo, no perder de vista en todo momento que el consejo no nos lo estamos dando a nosotros: es imprescindible personalizarlo para el auténtico protagonista. ¿Estamos realmente pensando en su bienestar? ¿Podemos aceptar que hay otras maneras de entender el mundo más allá de la nuestra? Aconsejar supone salirse en cierta medida de nuestros marcos mentales habituales; si no estamos dispuestos a incomodarnos para ayudar a alguien, mejor abstenerse.
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