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La regla fundamental no escrita en el campo de la salud es, en el fondo, una máxima de psicología moral, primum non nocere, primero no dañar. Al igual que los profesionales de la medicina, todo lo que hagamos o digamos en terapia debe pasar por este filtro destinado a minimizar el sufrimiento que pudiéramos causar a quien se pone en nuestras manos.
En otras palabras, antes de intervenir debemos tener cuidado y asegurarnos de que lo que hagamos no tendrá un efecto perjudicial que empeore la salud mental de quien nos consulta. Esto no significa que en ocasiones no sea necesario, como en la vida misma, tomar cursos de acción que incomoden o molesten al otro: vivir una vida libre de malestar es una fantasía peligrosa, pues experimentar emociones desagradables forma parte de la experiencia humana y hay que aceptarla como tal. A veces para aliviar un dolor grande necesitaremos causar un mínimo de daño.
Ahora bien, otro principio básico en psicoterapia es que nadie sufre en balde, pues todo malestar tiene un significado. Eso sí, en muchas situaciones la cantidad de padecimiento es totalmente desproporcionada e innecesaria, y la razón de ser del malestar, desajustada. Puede ser que la persona esté evitando lo que cree un sufrimiento mayor, y haya valorado mal la alternativa. Pueden ser muchos motivos, pero en definitiva la orientación básica es no causar más dolor en nuestra tarea de eliminar o minimizar el daño que el otro está viviendo.
Este principio ético básico de «primero no dañar» bien podría ser una guía para la vida cotidiana, más allá de las paredes de la consulta, en nuestras relaciones con el entorno. Harari ya apunta en su libro Sapiens que una posible medida de valoración de las decisiones que tomamos los humanos podría ser la cantidad de sufrimiento infligida. Lo que el autor aplica a la comprensión de los procesos históricos y sociales, se puede trasladar a un plano más modesto, en la medida de nuestras posibilidades. Con nuestro entorno, aquellos que tenemos más cerca, el principio de minimizar el daño realizado parece una buena pauta para guiar nuestros intercambios con los demás y poner en práctica la regla del primum non nocere.
Sin embargo, bajo la aparente simplicidad de este precepto se esconde una labor muy compleja, ya que para hacerlo bien y no quedarnos en la teoría, necesitamos estar muy atentos a las características, necesidades, estado de ánimo y demás parámetros de los otros humanos con los que convivimos. Si no tenemos un buen mapa de conocimiento del de enfrente, va a ser muy difícil que este “no hacer daño” se traduzca en conductas prosociales que me sirvan no solo para acercarme a lo que quiero, sino a mejorar mis relaciones personales.
En este sentido, cuanto más egoísta sea mi punto de vista – y todos comenzamos de niños por ahí, con esa fantasía de que el mundo gira a nuestro alrededor -, más complicado se me va a hacer tratar de conseguir lo que pretendo minimizando el daño a mis semejantes. Desafortunadamente, vivimos en un mundo donde el individualismo se extiende y predica desde muchos púlpitos – entre el que destaca la autoayuda y el coach -. A veces con la mejor de las voluntades, pero se trata de un proceso de involución en el desarrollo moral.
Atendiendo a los estadios de desarrollo moral de Kohlberg muy utilizados en psicología moral – el preconvencional, donde las normas son algo externo a mí y las cumplo si me interesa, el convencional, en el que acatamos las normas del grupo para cumplir expectativas y por último el postconvencional, donde comprendemos los principios morales detrás de las normas y los priorizamos ante estas si toca -, podríamos decir que para sacarnos de los excesos del nivel convencional, estamos retrocediendo hacia el pre, y no al post.
Algunos mantras del coach, sacados fuera de contexto de la psicoterapia, parecen diseñados para procurar excusas con las que desresponsabilizarnos del daño causado. Por ejemplo, el que dice que no somos responsables de lo que el otro siente, ya que las reacciones emocionales del prójimo son exclusivamente suyas. Esto es formalmente cierto, pero en muchas ocasiones se utiliza como pretexto: cuando el tono emocional del otro es una reacción a una acción nuestra, entonces hablamos de las consecuencias desagradables de nuestras conductas.
Además, los humanos tenemos un aparato predictor bastante potente, por lo que a poco que utilicemos nuestros conocimientos, experiencia, empatía y percepción del entorno, podemos inferir posibles desastres. No hace falta ser una lumbrera para anticipar que a Paco igual le sienta mal que le señale que se está quedando calvo, por ejemplificar lo que un exceso de sinceridad sin empatía puede provocar. Sabemos valorar con bastante acierto qué comentarios o acciones le podrían sentar mal a otra persona, con el lógico margen de error, así que excusarse de esta manera es el mantra habitual de aquellos faltos de empatía.
Hay varias formas de causar daño a otros, que aprendemos pronto desde niños, como las diferentes formas de agresión verbal – desde la ironía o el sarcasmo empleados contra alguien hasta el insulto directo pasando por comentarios hirientes -, entre las que destaca el castigo del silencio comunicativo – “pues ahora no te hablo” -. Todos sabemos que estas conductas causan dolor y pueden llegar a destruir la confianza y el vínculo con el destinatario. Escudarse en que el destinatario de estas acciones se enfada de vuelta es parte del proceso de eludir la responsabilidad y está presente en muchos cuadros de maltrato.
En este sentido, hay que tener cuidado con quienes repiten con cierta frecuencia la frase “no te quiero hacer daño”, pues debería ser una obviedad que una persona bienintencionada y con recursos personales suficientes sabe llevar a cabo sin necesidad de anunciarlo. También con quienes avisan que “no tienen filtro” y dicen “todo lo que piensan”, porque para no dañar es imprescindible colocarse un filtro.
Es esencial observar en la comunicación las conductas y sus consecuencias, porque en ocasiones causaremos daño involuntario, y es importante estar atento a detectarlo, asumirlo y repararlo, si nos importa sostener un buen vínculo con la persona dañada. No siempre acertaremos en nuestro pronóstico; todos en algún momento de la vida hemos dicho algo que ha dolido sin haberlo previsto. Hay que valorar por tanto no sólo la intencionalidad, sino también la disposición a restañar el dolor. Eso sí, también implica abandonar la fantasía de que cruzaremos por la vida sin pisar una flor ni romper un plato: en algún momento vamos a dañar, intencionadamente o no, y es importante estar preparado para cuando suceda. Sustituir culpa por responsabilidad, ser prudente en los comentarios y tener en cuenta al otro son directrices que nos ayudarán en la tarea de aplicar el Primum non nocere.
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