Impulsividad, la tentación de no contenerse
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Quién más o quién menos ha sido ya advertido miles de veces en su vida sobre los peligros de actuar de forma irreflexiva, de resultar impulsivo y dejarse llevar por las emociones en vez de detenerse a razonar y valorar pros y contras antes de tomar un curso de acción. Luego te encuentras con que tu pareja no ha bajado la basura esta mañana y le sueltas una voz justo antes de salir por la puerta al trabajo sin mayor consideración. Por mucho que nos instruyan en evitar la impulsividad, no es tan fácil sustraerse a la tentación de reaccionar intuitivamente.
Muchas personas se culpan amargamente por “haberse dejado llevar”, por supuesto siempre en las ocasiones en que hay consecuencias perjudiciales de diversa índole – cuando la acción impulsiva sale bien, nos solemos felicitar por ello, lo que ya indica que tendemos a juzgarnos por el resultado y no el proceso -. Hay quienes presentan verdaderos problemas para sustraerse de sus primeras intenciones y “enfriar” la respuesta hasta haber considerado las opciones disponibles. Bien es verdad que en ciertas situaciones no tenemos demasiado tiempo para ello: no es lo mismo escribir un mensaje delicado por mensajería, donde podemos pensar la mejor manera de comunicarlo, que tener una conversación comprometida cara a cara, con el imperativo de responder al momento.
De cualquier manera, quienes se consideran impulsivos suelen ser aquellos que experimentan mayores dificultades de las esperables para bloquear o inhibir respuestas automáticas ante ciertos estímulos externos. Como todas las acciones intuitivas, estas reacciones tienen que ver con nuestro “aparato emocional” y el caso que solemos hacerle. Esta cuestión, nunca resuelta a plena satisfacción, es tan antigua como el mundo: por ejemplo, los estoicos griegos ya se dedicaron a buscar un mecanismo para desactivar la ansiedad de obedecer a “nuestros deseos” inmediatos sin poder dejarlos pasar, efecto que contribuía al sufrimiento humano.
Emociones, principios y contexto
Cuando alguien irrumpe en consulta con un problema de impulsividad, suele referirse sobre todo a la gestión de la agresividad, o bien a comportamientos adictivos o de consumo compulsivo que no puede evitar.
En todos los casos, la persona aparece profundamente avergonzada por ello y se riñe con frecuencia enarbolando la bandera de lo que “debería” hacer – y que, por supuesto, no es capaz de llevar a cabo -. Como quiera que machacarse a posteriori no es una técnica que funcione demasiado bien, es necesario atender otros aspectos relacionados con el contexto o la situación en que se produce la conducta impulsiva.
La impulsividad está relacionada con la emoción, que es algo que se siente en el cuerpo – hay quien recibe señales más potentes que otros – y es la primera respuesta que aparece. Si la intensidad es suficiente para disparar una respuesta, ya podemos tener los principios morales más potentes del mundo, que nos los podemos saltar a la torera. Para comprender qué ocurre es esencial tomarse las emociones como lo que son: una señal que nos indica que está pasando algo relevante a mi alrededor. Una amenaza, tener hambre o sed, el aburrimiento o las ganas de mandar a alguien a pastar son indicaciones muy poderosas como para obviarlas en todo momento.
Por muchas opiniones racionales y códigos de conducta ética que tengamos – hay que recordar que los sistemas de creencias se elaboran usando nuestra vía cortical del cerebro, más lenta que la límbica, que es la que da las respuestas inmediatas -, en un escenario concreto vamos a seguir recibiendo advertencias de nuestro cuerpo. Es mucho más práctico intentar descubrir cuál es el estímulo que dispara la respuesta impulsiva: todos tenemos tendencia a caer en ciertas “provocaciones” del ambiente, nuestros anzuelos favoritos que podemos llegar a averiguar. Con una muy elevada probabilidad, estos disparadores responden a una interpretación de lo que significa el evento, y eso es algo aprendido. Nuestro mapa emocional se entrena a lo largo de la vida, lo cual es una buenísima noticia, porque eso indica que se puede modificar: hay quienes aprenden a que les den igual opiniones ajenas, sin ir más lejos. Cuando llegan a este punto, ya no es que no respondan a una señal emocional, es que deja de aparecer (al no ser ya relevante el estímulo). Para ello, la exposición y la reinterpretación son elementos muy potentes, pero aún hay otra cuestión que está relacionada con la impulsividad, la continuidad pensamiento-acción.
Desligar pensamiento de acción
Tenemos tendencia a darle mucha importancia a cualquier producto de nuestra mente: si se nos ha ocurrido una idea, o una imagen nos ha aparecido de repente, es que tiene que ser valiosa por necesidad. Y, por tanto, hemos de hacerle caso. Hay una frase del mundo del coaching especialmente peligrosa en ese sentido: “si puedes pensarlo, puedes hacerlo”. Claro, que cuando el pensamiento implica darle una paliza a alguien o llevarse un producto de la tienda sin pagar, la situación adquiere otro cariz. El flujo de pensamiento, aunque creamos que se rige por reglas coherentes y razonadas, no funciona así. Hay un componente aleatorio, inmediato e impredecible en nuestras construcciones mentales, como podemos comprobar con aquello que soñamos. Técnicamente, nos puede venir a la cabeza cualquier cosa, aunque sea estúpida, irrelevante o inquietante. E incluso los pensamientos “voluntarios”, aquellos que son producto del establecimiento de relaciones causa-efecto, asociaciones buscadas entre elementos, pueden ser absurdos o falsos. Los famosos pensamientos intrusivos funcionan así: una imagen o idea que aparece nos llama tanto la atención – por lo preocupante que resulta – que se convierte en recurrente y la damos por factible.
El paso del pensamiento a la acción lo consideramos muy corto por la importancia que le damos a nuestros procesos mentales: en realidad, no es más que información construida o recombinada que no tiene por qué significar nada si no le concedemos ese valor. Que se me ocurra que pueda darle un grito al conductor que tengo parado delante sin darse cuenta de que el semáforo ha cambiado no implica que deba hacerlo. Puedo dejar pasar pensamientos sin obedecerles, no hacer nada con ellos, y que el resultado sea más satisfactorio.
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